feb 14 21

Las dos muertes de Machado

El Mundo | Ignacio García de Leániz Caprile

Quién lee hoy a Machado? ¿Quién sostiene su honda visión de España, tan de la ILE, tan original y regeneracionista a un tiempo? No estoy seguro. Desde luego que los más jóvenes no, que es a quienes más a mano tengo en la Universidad. Y me temo que la generación anterior, aquellos que hoy educan a dicha juventud, en el fondo tampoco más allá de cuatro aforismos consabidos o algún poema musicado. Como si este olvido, ahora que se cumplen ya setenta y cinco años de su muerte, confirmara de pleno aquel «rencor contra la excelencia» que advertía Marías que tanto daño está haciendo a Occidente: no digamos a nuestro país. Y que tantos malestares y menesteres actuales explica, rodeados como estamos de tanta información y tan escaso conocimiento y sensibilidad.

Porque somos, es cierto, lo que leemos pero más lo que no leemos, cosa que se tiende a soslayar. Y privarnos del placer de la lectura de Machado, además de todo un universo estético, es prescindir de una comprensión de nuestra realidad que fluye por entre esa extraordinaria constelación de figuras que van desde la Generación del 98 a la del 27 pasando por la del 14. Y también de una forma de amar intensa, dolorosa, creativa, liberal, cordialmente -todo eso cabe en Machado- a nuestro país desde una perspectiva no precisamente conservadora. Siendo bien consciente de sus fracasos y disfunciones pero también de los logros y valiosidades de esta tierra nuestra. Por eso fue capaz de transitar desde una España desdeñable en sus Soledades primeras a otra vista ya con mirada de ternura cordial tras su descubrimiento del paisaje castellano en Campos de Castilla, reabsorbiendo deportivamente como Ortega su circunstancia y haciéndose cargo de ella con afán de mejora. Tal vez por eso, por su simpatía intelectual y su querencia hispánica más allá de las ideologías, esté sutilmente postergado este Machado que si en lo político incomoda a unos, en lo patriótico deja en franca evidencia a otros.

Fue su muerte un 22 de febrero de 1939, Miércoles de Ceniza, a las tres y media de la tarde, en un Collioure enclavado en el mar del Rosellón francés, apenas a 26 kilómetros de nuestros Pirineos. Los suficientes para morir trasterrado. Y además en un país vecino al que -como Unamuno- no guardaba excesivas simpatías tras su triste experiencia parisina con Leonor en 1911. Como si en su última desnudez le fuera denegada la petición de Rilke de poder «vivir su propia muerte» a cambio de morir extrañado. No por casualidad había dicho en una de sus entrevistas en Valencia meses antes: «Tengo la certeza de que el extranjero significaría mi muerte». Fueron cuatro días de agonías en las que en su delirio no cesaba de dar las gracias a los acompañantes, su hermano José y su cuñada Matea. Al lado, allí en el hotel Bougnol-Quintana, en un camastro su madre agonizante -doña Ana- que fallecerá tres días después. Esa misma que al cruzar la frontera y llegar en noche cerrada a la estación de Cerbére preguntaba a sus hijos: «¿Llegaremos pronto a Sevilla?». Las últimas palabras inteligibles del poeta fueron precisamente un: «Adiós, madre».

Pocas muertes habrá en nuestra historia reciente tan desoladoras -tal vez la de Jovellanos-, pero conmovedora como aquella otra de Alonso Quijano el Bueno. Un mes antes, al llegar a la frontera francesa en destartalado éxodo, Corpus Barga tuvo que explicar al comisario de policía para que lo dejaran entrar: «Se trata de don Antonio Machado, un viejo poeta que es en España lo mismo que Paul Valéry en Francia, y que se encuentra enfermo y tan achacoso como su madre». Su equipaje -una humilde maleta- se había perdido al cruzar los Pirineos con sus libros y notas, salvo una cajita con tierra española que portaba consigo, cumpliendo la máxima de Cicerón, «Omnia mea mecum porto: Todo lo mío lo llevo conmigo». Tal vez porque conocía muy bien la amarga reflexión de Danton de que uno no puede llevar a la patria en la suela de los zapatos. Pero sí al menos en los bolsillos, pensaría palpando la arqueta en su gabán durante sus alicaídos paseos frente al mar. Apenas dos años antes había escrito a Maeztu: «Lo específicamente español es la modestia (…). El español tiene ‘orgullo modesto’». Por eso añade en el Mairena esa frase formidable que resume su creencia más íntima y -según él- más nuestra y que contiene lo que hemos aportado a la cultura occidental: «Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser un hombre». Era su versión acrisolada de aquel refrán castellano que desde pronto le encandiló: «Nadie es más que nadie». Y murió ciertamente como muere un don nadie. Muy poco después lo haría, también entre despojos, un poco más al norte en Montauban, Manuel Azaña. Habría que hacer el recuento de los españoles muertos literalmente de pena por las aflicciones de nuestro país. No creo que ningún otro alcance tamaño registro. Y con Machado bien a la cabeza de ellos -como antes Unamuno en Salamanca y a punto Ortega en Madrid- como muestra su última fotografía premortem tomada al pie de los Pirineos quizá por Corpus Barga. Los ojos como cavernas de mirada perdida, el rostro ajado y el cuerpo ya desmoronado recitan los versos cervantinos del Persiles: “Puesto ya el pie en el estribo, /con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo”.

Pero junto a su muerte física, apuntábamos la otra de su obra. De ser laureado como figura literaria y política – lo cual nunca es buen maridaje- de la oposición a la dictadura y de la Transición, poco a poco fue orillándose su obra paradójicamente por esa misma izquierda una vez llegada al poder. Y, lo que explica muchas cosas, no digamos por parte de nuestros nacionalismos particularistas para quienes Machado sencillamente no existe. Es este olvido el drama histórico que hoy viven nuestros mejores: Ortega, Unamuno y Machado, por citar tres de ellos, cuya interrupción «aguas abajo» explica una nota de nuestro tiempo: su discontinuidad histórica. Y, también, una gran patología política: la falta de una idea de España, como fue y como puede llegar a ser, amando su circunstancia tal como es dada y proyectando a partir de ella un futuro de esperanza. Como pedía Machado en la muerte de Giner allá en el Guadarrama. Justo de lo que estamos hoy mancos. Y hay, me parece, un tercer factor que explica esta otra muerte de Machado: es su obra una de hondo sentimiento religioso, en la que Dios aparece y reaparece siempre buscado entre la niebla a través de la belleza lírica de la realidad y del hombre mismo, en los que hay un quid divino. Precisamente lo que no se estila.

En el cementerio marino de Collioure, custodiado por la mole del Castillo Real, se encuentra una lápida bien simple: «ICI REPOSE Antonio MACHADO MORT en EXIL LE 22 FÉVRIER 1939». Allí reposa junto a su señora madre. Podemos rescatarle de su segunda muerte volviendo a su lectura habitual y dar así fe de su proverbio: «Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar». Que me parece que es lo que necesitamos además de hacerle un duelo de labores y esperanzas.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos. Universidad de Alcalá de Henares.


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